domingo, 23 de junio de 2013

MARCELO LO PINTO

Video del artista: https://www.youtube.com/user/mlopinto2

 (Fotografías de Liliana Gelman)


Cuando llegué a la inauguración de tu muestra me dijiste pensé que eras alto y gordo. Y te sorprendiste de que yo fuera todo lo contrario. Uno en su mente se forja una idea, imagina, y la realidad se encarga de confirmar o desilusionar eso que uno imagina. Extraño y complejo funcionamiento el del cerebro: se forja una imagen de aquello que aún no conoce, no espera el estallido de la realidad ante los ojos (ahora, ¿qué es la realidad? Lo que uno sueña o imagina también es la realidad. Siguiendo a Aizenberg, no existe la irrealidad).
Entonces, fui idea y después carne. Carne más magra que la por vos imaginada. Y fui ojos que recorrieron tus obras. Una a una. Creo que para conocer en profundidad cada obra es necesario que la sala esté vacía. Que uno quede solo y en medio del silencio ante lo expuesto. No fue posible, pero dentro de esa limitación, y de la limitación de la propia cabeza, vi formas, detalles, planteos. Luego, mientras viajaba en tren de regreso, el texto en el catálogo me ayudó a completar un poco más mi pensamiento.
Sí, es posible, todavía, entre tanto golpe, envilecimiento, fractura, pensar. Si no se pudiera pensar sería el final, un final, tomando una de las posibilidades que planteaba Eliot, sin ruido, un epílogo silencioso, como una pelota que se desinfla en mitad de un gran patio vacío. Y tu pensamiento pugna por tomar una dirección yo diría que obligada, común a tantos de nosotros, una ruta no lineal, de marchas y contramarchas, llena de desvíos, muchas veces ahíta de incertidumbres, por entre las grietas ( ver por entre los grietas, idea recurrente en mi poesía).
Parafraseando a Adorno, después de nuestro Auschwitz no es posible el arte, me refiero a que no es posible aquel arte. Un arte que se volvió exorcismo, invocación de fantasmas, un permanente preguntar y preguntarse, insomne, frecuentador de vacíos, fallas, pliegues en un universo oscuro y frío, un arte azaroso, proteico, angustiado, construido en sótanos, en terribles condiciones, más y menos que humano, que no cree, no puede creer, en la Obra de Arte, en el Paradigma. Desde entonces y hasta quién sabe cuándo, fragmentos, retazos, collages, lo informe, el dolor transmutado en objetos inacabados, con óxido, herrumbre, moho. Un arte de la muerte porque viene de la muerte y siente que la vida está lejos o no está o está seca.
La tarea es subvertir una situación, está escrito en tu catálogo. Pero es tal el extravío, la falta de certezas que, también está en tu texto, a menudo acabamos por confirmar la situación, repetir su molde, nos volvemos con frecuencia, inconscientemente, cómplices. Queda, sí, esa apuesta de la que hablás, una apuesta sin red, una apuesta de insomne, como un gesto en la oscuridad, formulado no sin temores, una apuesta de quien tiembla, sufre, la de un cobarde, sí, la de un cobarde que, sin embargo, se desnuda, se expone, se arroja de sí hacia el abismo aunque el corazón se le parta y los pies parezcan no obedecerle.
Hiciste tu apuesta. La expusiste para que los otros la celebren, denigren o ignoren. Es el riesgo del artista. ¿Acaso no se rieron de van Gogh cuando armaron una muestra suya, con gran éxito, no mucho después de su muerte sucedida en el olvido, la indiferencia e incluso el escarnio de sus contemporáneos? Pero, Marcelo, ¿quién sobrevive, Van Gogh o los otros? Aunque un personaje de la inolvidable Blade Runner diga lo contrario: y...¿quién sobrevive?... Van Gogh lo hace a través de las mismas obras que en sus días fueron obviadas e incluso despreciadas.
Tu universo está poblado de formas zoológicas, de mínimos seres, de pequeñas bestias, reducidas a un utilitarismo barato, a un existir irónico y hasta cruel. Hay un jabalí del que sólo se menciona que tiene una capacidad medida en litros. Hay un marsupial que lleva disfraz de gato. Hay un toro cuyos cuernos invitan a colgar algo de ellos. Unos y otros expulsados de su hábitat, reducidos a comparsa, obligados a un rol de triste espectáculo, solaz de turistas, bestiecillas domesticadas hasta el extremo de lamer las manos de los que los desprecian. Es la metáfora de un mundo del que no estamos ajenos, al contrario: se trata de nosotros mismos.
Tu arte, Marcelo, no miente. Rebosa autenticidad, sinceridad. Mira por entre las grietas. Construye sus seres conforme a la medida y peso que le otorga un estado de cosas a todas luces insoportable. Y bajo color y textura, desde el fondo, entre tantas voces que se conforman con lo posible, como esos seres minimizados, envilecidos, aúlla, brama, maúlla, ladra, bala por lo imposible.

Carlos Barbarito

En San Miguel, 10 de noviembre de 2000






Maravillarse es pensar a través de la mirada.
Es esa contemplación de un extraño acontecimiento milagroso lo que convierte el acto de la pintura en una experiencia de pensamiento.
Sorprenderse frente a cada pincelada como un mismo-otro, en donde la distancia entre lo subjetivo y lo objetivo desaparece.
Admirar ese encuentro fortuito de la libertad y el derecho, de lo real y lo imaginario.
Asombrarse de cómo la mano descubre en su recorrido por la tela aquello que nuestra cabeza sólo puede saber apres coup.
Un cierto azar objetivo presentándose en una obra la cual sólo nuestra acción puede hacer visible.
La maravilla debe hacernos emocionar incluyéndonos en aquello que nos maravilla, debe colocarnos en interior de una experiencia.
Pero no debemos confundirla con un espectáculo. La maravilla no es un despliegue obsceno de lo posible, sino más bien algo del orden de lo imposible  que se nos hace presente a través de nuestro hacer.
Será necesario rechazar toda trascendencia, lo maravilloso sólo puede pertenecernos a nosotros, hombres y mujeres que se rebelan, sin garantías, a lo previsible con su corazón y sus manos.
.                                                                                                                Marcelo Lo Pinto

                                                                                                                                     2003






Apropiándose del espacio, evocando construcciones arquitectónicas, los retablos de Lo Pinto aparecen a mitad de camino entre la pintura y el objeto y exhiben la exasperación que producen las habituales y sistemáticas cruzadas contemporáneas.

                                                                                             María Teresa Constantin

























  



AIZENBERG
Conocí a Bobby, en el año 1985, cuando cursaba el primer año de enlace de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. En una experiencia piloto se invitó a renombrados artistas, pero que no poseían título habilitante, a dictar clases en sus talleres.
Inmediatamente, al presentar  la práctica del “automatismo psíquico”, generó controversia. La mayoría de los estudiantes del curso no estábamos  dispuestos a entregar nuestros “preconceptos”, y nuestros “anacronismos” tan fácilmente.
Con paciencia infinita soportó estoicamente los embates de aquellos que, como yo, nos quedábamos hasta la medianoche discutiendo. Cierta vez, en la que planteábamos nuestra necesidad de los modelos para poder aprehender la realidad, Bobby seriamente respondió:“los modelos son los que sostienen las dictaduras”, y tanto él como Matilde sí que sabían lo que era sentir el peso de la dictadura en carne propia.
Poco a poco, sin coacción, sus posiciones fueron ganando terreno.
Al fin de ese año, sin saberlo nosotros, la semilla ya había germinado. En el examen final, los otros docentes que participaban de la mesa estaban desconcertados, no sabían como evaluar todos los “auténticos disparates” que habíamos producido. El incidente  derivó en una discusión, donde se cuestionaba el sistema de clasificación por notas, y finalmente concluyó con el llenado de todas las casillas correspondientes con un diez. Un año mas tarde Bobby dejaría la escuela, en parte, harto de la ceguera de la institución , quizás un poco satisfecho de su tarea.
Con el transcurso de los años  me fui gradualmente acercando más a él.
Recuerdo con particular gratitud, las tardes en que me recibía, café de por medio, en su casa. Departíamos sobre arte, filosofía, ciencia, pero nunca dejaba de preguntarme por mis cuestiones más cotidianas. Después de un rato nos dirigíamos hacia su taller.  Entonces quizás los momentos más felices. Era como estar en el proceso mismo de su creación. Creo que en ese lugar él también se sentía feliz. Su taller concordaba perfectamente con su obra. Todo estaba en una armonía estricta, pero no por ello dejaba uno de sentirse cómodo.
 Bobby hacía sencillo el acto de pintar. Sus comentarios eran sugerentes pero acertados.
En los últimos años su taller se había vuelto levemente más desordenado, trabajaba simultáneamente en varias series de pinturas, dibujos, y bocetos de esculturas, aunque siempre con la misma rigurosidad. 
La última vez que hablé con él , estaba  desilusionado porque me habían rechazado de uno de los tantos salones, charlamos un rato, “hay que trabajar más aún” me dijo; si era necesario sabía contener, luego quedamos en vernos al regreso de mi viaje por Chile.
Estando en “El Horcon”, un día de lluvia, decidí por primera vez  luego de casi un mes comprar un diario: El Mercurio de Valparaiso, domingo 18 de febrero de 1996. En el apartado “Noticias de Argentina “ se leía :
Falleció el destacado pintor Roberto Aizenberg.

      BUENOS  AIRES, 17(AP).- El  pintor Roberto Aizenberg, ganador del premio fundación Cassandra de Chicago en 1970, falleció esta madrugada de un infarto.

Tenía 67 años.
      La obra de Aizenberg en su mayor  parte óleos y dibujos muestra la influencia del italiano Giorgio de Chirico y de la época cubista de Pablo Picasso.
      Expuso sus obras en galerías y museos de Nueva York, Londres, Milán, México y Caracas.
      Durante la dictadura militar de 1976-1983, Aizenberg recibió amenazas de muerte, y en 1977 se fue al exilio en París.
      Durante esa época desaparecieron los tres hijos de su esposa Matilde Herrera.
      Aizenberg volvió a Buenos Aires en 1984, ya con su salud quebrantada.
Dedicó los últimos meses de su vida a preparar una gran exposición retrospectiva de su obra, prevista para 1997 en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Ese evento “absolutamente desagradable” había ocurrido. Lloré por ello. La ciencia no había llegado a tiempo con esa inmortalidad que, según Bobby creía, todo indicaba que en algún momento ocurriría.
Mi tristeza fue profunda, pero el encuentro con ese diario no me dejaba de sorprender. Aparecía como algo  fantástico. Sin encontrar otra explicación, no pude dejar de considerarlo como un producto maravilloso del “Azar Objetivo” .
 Marcelo Lo Pinto
Marzo de 2000